A ese ser mágico llamado niño
La obra de Miguel Ángel Ramírez no permite una rápida ojeada, la mirada de sus niños exige mucho más.
Entra en nuestros ojos y nuestras mentes, busca el diálogo y se lleva al espectador al protagonismo del diálogo.
Su discurso pictórico no se circunscribe a un lenguaje específico.
Sus cuadros están enraizados en vivencias de cotidianas, pero no constituyen testimonios visuales.
Ramírez no es un cronista de su tiempo o de un espacio limitado, es un artista que se proyecta hacia el infinito con su niños soñados que, sin embargo, alientan vida interior en esos ojos habladores, en esa sonrisa que intenta asomar y promete venir a deslumbrarnos con su luz cegadora; pero su ternura queda acurrucada en esa mirada inocente, como jugando al escondite.
Y Ramírez nos deja en la espera de esa felicidad que se repliega y se vuelve algo así como el enigma de esa candidez, limpia como un cristal, la más bella flor, apenas en capullo, que va brotando entre piedras y tejas en El Salvador. Y los niños llegan, sin decir su nombre, en esa irrealidad, cómplice de la fantasía del artista que les otorga vitales pulsaciones. El nos enseña como contemplar a esa criatura pequeñita que vive en nosotros y con nosotros. Sus obras nos permiten redescubrirnos en aquel niño que fuimos en los niños de ayer y de su palabra adquiere resonancia de canto y ruiseñor y colores de colores de quetzal cuando dice: “Dedico con mucho afecto esta muestra a todas las personas que buscan dentro de si, a ese ser mágico llamado niño”.
Ada Oramas
Escritora Cubana.